Una escalada de conflictos asfixia al régimen de Evo Morales. Desde el comienzo del año 2012, su gobierno no ha tenido un día de respiro, acechado por toda clase de tensiones sindicales, políticas, regionales, municipales, comunitarias. Algunas ocasionadas por el propio Ejecutivo, como sucede con el conflicto de más de un mes con los profesionales y trabajadores de la salud pública, emergente de un decreto que extiende la jornada laboral en este sector y que, en su transcurso, se ha conectado con el conflicto salarial que protagonizan actualmente los sindicatos encabezados por la COB.
La intensa conflictividad (la más alta en las últimas tres décadas) puede exacerbarse aún más con el inicio, esta semana, de la “novena marcha nacional indígena” en defensa del territorio indígena TIPNIS. Esta marcha, y las acciones de grupos oficialistas para detenerla, amenazan con reeditar la confrontación entre indígenas y gobierno, de hace menos de un año atrás, signada por graves episodios de violencia y represión policial.
El régimen se vería así atenazado por dos frentes: la presión en las calles de las ciudades, con manifestaciones, paros, huelgas de hambre; y la movilización indígena y de otros grupos de apoyo en las carreteras. ¿Y es que Bolivia se sumerge nuevamente en el caos y la ingobernabilidad? Sin duda, esta es la amenaza que se cierne sobre el país.
Hay poder pero no autoridad
Tres son los factores primordiales que subyacen a esta amenaza: i) el desbarajuste gubernamental; ii) el divorcio del régimen con las organizaciones populares; iii) la dilución de un orden de legalidad y Estado de derecho.
El régimen de Evo Morales, durante sus primeros años, exhibió una gran fortaleza política que, sin embargo, se ha ido erosionando paulatinamente, y quizá de forma irreversible. En lo que va de su segundo período (2010-2012) son evidentes los síntomas de fatiga, inmovilismo y sobre todo pérdida de rumbo. Agotada la “agenda de octubre” -lo ha dicho el propio Evo-, no consigue dotarse de un nuevo programa o plan de gobierno que le dé sentido a sus acciones, cada vez más improvisadas, erráticas y contradictorias, al punto que allí mismo se generan buena parte de los conflictos sociales. En medio del desbarajuste y las desinteligencias internas, la incompetencia de sus autoridades y funcionarios y la falta de liderazgo, son crecientes las dificultades para administrar el Estado y mantener un orden político legítimo. Hay poder, aunque mermado, pero no autoridad efectiva.
Mucho de ello se explica, también, por el quiebre en la relación del régimen con los “movimientos sociales”, su principal sostén de apoyo. Un quiebre que comenzó con el fallido “gasolinazo” de diciembre de 2010 y que se ha prolongado a través de variados conflictos y desencuentros posteriores; entre ellos la marcha indígena por el TIPNIS. Las aguas que separan al MAS de sus ex aliados indígenas, sindicales y otros sectores populares son profundas.
Como se sabe, el MAS erigió una estructura de poder de tipo corporativo, otorgando a las organizaciones populares afines una suerte de derecho tutelar sobre la acción de gobierno -de ahí el discurso del “gobierno de los movimientos sociales”-; “gobernar obedeciendo al pueblo”, etc. Los dirigentes sociales se tomarían a pecho ese derecho, ejercitando un poder de veto sobre las decisiones gubernamentales. El drama que protagoniza Evo Morales es que no puede gobernar sin el respaldo militante de los “movimientos sociales”, pero al depender de éstos, y en tanto no consigue cooptarlos o someterlos, se anula como gobierno, siendo rehén de la presión popular.
Entretanto, los conflictos desnudan la crítica situación de los servicios públicos, como la salubridad o el transporte, abandonados a su suerte y ante la completa inoperancia de las autoridades responsables.
Cuando la ley no vale nada
Los obstáculos arrecian en un contexto de des-institucionalización y disolución del Estado de derecho, pues lo que prevalece es la discrecionalidad del poder. Su contrapartida es la inseguridad jurídica, la desprotección de los derechos ciudadanos, el sometimiento de la justicia y del órgano legislativo, la falta de fiscalización y control de los actos gubernamentales, la concentración de decisiones en una presidencia autocrática. Todo lo cual implica la ausencia de medios eficaces para canalizar la solución de los conflictos mediante un sistema institucional confiable.
Pocas veces, como ahora, se ha advierte una fe tan desmesurada en la fuerza de la ley como arma de lucha política. Cualquier acto de gobierno, cualquier reivindicación o resolución de problema, corresponda o no a la naturaleza jurídica de la cuestión que se quiere dilucidar, debe pasar por la sanción de una ley. El MAS, prevalido de su abultada mayoría parlamentaria, ha convertido a la Asamblea Legislativa en una fábrica de leyes sin son ni ton. Pero se trata de un culto a la ley tan engañoso como inútil, puesto que nadie acata las consecuencias de su aplicación; y menos que nadie las autoridades de gobierno, que no tienen empacho en incumplir a cada paso la Constitución, en cuestionar y desconocer las leyes vigentes, incluso las que ellas mismas promueven; en cambiar a su antojo la normativa y, sobre todo, en utilizar la ley según sus conveniencias y las circunstancias.
Es patético, por ejemplo, el manoseo de la ley en el conflicto del TIPNIS. Un día se aprueba una norma que suspende la ejecución del proyecto carretero en ese territorio, tan solo para que al día siguiente se sancione otra norma que dispone una "consulta" para la ejecución del mismo proyecto. El mensaje es inequívoco: la ley es necesaria pero en realidad no vale nada. Lo dijo brutalmente el Presidente: “Para mí la ley no es un problema. Yo le meto nomás; después les digo a mis abogados que arreglen la parte jurídica”.
La ausencia de Estado de derecho tiene las consecuencias que ahora se ven: no hay instituciones políticas ni jurisdiccionales capaces de regular y arbitrar los conflictos. Quienes protestan en las calles no piensan en ajustar sus planteamientos y demostraciones a las normas establecidas o en acudir a los órganos estatales competentes para ventilar allí sus demandas y acatar luego sus fallos. Lo mismo se puede decir del comportamiento de las autoridades políticas. De ahí que el choque de fuerzas y el juego de presiones sea la forma preeminente del curso de los conflictos; se impone el que puede doblegar al otro, no porque la razón esté de su lado. De suerte tal que el espacio de diálogo y negociación es estrecho o inexistente, o solo se llega a él después de un mucho desgaste de energías, recursos, tiempo y con un alto costo político y económico.
Los dilemas de Evo
Si las cosas siguen en la dirección en que están, el estallido de una crisis social puede ser inevitable. La gobernabilidad está en tela de juicio, lo que hace que la coyuntura actual sea potencialmente crítica y vulnerable a eventos imprevisibles; por ejemplo, en la economía. La pregunta es si resulta posible imaginar cambios que puedan revertir los factores que socaban estabilidad social y política.
Ya no está en juego solamente el viraje de las políticas gubernamentales. Quizá la cuestión primordial sea una reforma del propio régimen; una recomposición profunda en su seno que le permita recuperar orden interno, aptitud de gestión política, coherencia administrativa, liderazgo para conducir una nueva agenda de prioridades nacionales; capacidad para encaminar un diálogo social sobre otras bases, alejadas del interés sectario de instrumentalizar a las organizaciones sindicales. Sin embargo, mientras el régimen siga en la ilusión de que su poder y su legitimidad se mantienen incólumes, se repetirá el fracaso de la Cumbre Social de Cochabamba que no le sirvió en nada al propósito de rearticular un bloque social de respaldo a la gestión de gobierno pero tampoco a la necesidad de asegurar la estabilidad social en el país.
El dilema que afronta Evo Morales es que ya no puede gobernar como antes, pero tampoco puede hacerlo de otra manera, más a tono con su nueva posición y con el realineamiento de las fuerzas sociales y políticas de los últimos dos años.