Álvaro Riveros Tejada
En los protocolos de inteligencia que rigen en los países que velan celosamente por su seguridad, existe el recaudo de los documentos clasificados o de carácter confidencial o secreto, cuyo conocimiento sólo puede ser desvelado a la opinión pública después de 40 ó 50 años, precisamente con el objeto de precautelar la seguridad de las personas que intervinieron en los hechos, o simplemente porque su grado de confidencialidad ha caducado. Es el caso, por ejemplo, del Memorando secreto de 8 de diciembre de 1971, recientemente desclasificado por la CIA, donde se revela una conversación del ex secretario de Estado Henry Kissinger, con el ex presidente brasileño Garrastazu Médizi, encomendándole una virtual pretoría sobre nuestra región, al comentarle: “que Brasil juegue un fuerte rol de liderazgo en áreas de interés mutuo, como Uruguay y Bolivia, donde la situación es crítica, y donde es posible encontrar una posición similar a la de EE.UU. respetado y admirado, pero no querido”.
Hace unas horas, en unas sorprendentes declaraciones, S.E. reveló el contenido de una discusión que tuvo con el ex presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, luego de que su gobierno tomó la decisión de nacionalizar los hidrocarburos: “Después de la nacionalización un momento nos hemos enojado con el compañero Lula” dijo, para luego agregar que, pese a que el primer mandatario brasileño le habría facilitado un operador para poder comunicarse con él antes de la nacionalización, ningún intento de comunicación tuvo éxito.
Según el primer mandatario, Lula no ocultó su enojo, especialmente por lo que podría ocurrir con Petrobras y fue ahí que él le comentó que no recibió respuesta a sus llamadas, hasta que: “Llegamos a Viena enojados, ahí otra vez una reunión con Chávez y Lula, como unas dos horas de desayuno ahí y ya hemos resuelto”. Nombra como testigos de esa coloquial forma de resolver ese problema al finado micomandante Chávez y al igualmente malogrado Kirchner.
Lo que el tornero de San Bernardo no sabía, ni podía intuir, era el estilo de S.E. de meterle nomás, total: la carga la arreglarían sus abogados en el camino. A su vez, lo que no conocía S.E. es que el daño no sólo se lo estaba infligiendo a Lula, sino a su ministra de energía que, a la sazón, era nada más ni menos que Dña. Dilma Rousseff, actual presidenta del Brasil que, con características parecidas a nuestro presidente, no olvidaría dicha afrenta y menos el ridículo que tuvo que pasar ante su pueblo. Es más, ese ojo sigue en tinta, pues a ello se suman los problemas de la droga; del Senador Pinto; de los presos del Corintians; y muchos otros que hacen casi imposible una exitosa operación de sana sana.
A todo ello se suma el desatino de desvelar entretelones que hacen con la soberanía brasileña, lo cual no solo es grave, sino comporta la posibilidad de perjudicar la reelección presidencial de Dña. Dilma en octubre, pues al margen de aumentar su enfado, pinta al gobierno brasileño de estar muy lejano de las tradicionales determinaciones de su prestigiosa cancillería de Itamaratí y lo peor, dependiente de las decisiones de Venezuela y la Argentina. Por ello, los testimonios de S.E. no dejan de ser unas revelaciones muy indiscretas
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