Se ha afirmado con razón que la “modernidad” política es la democracia, y que ningún régimen político puede abstenerse de invocarla si pretende legitimarse. Pero invocarla no es lo mismo que ser, y la historia es la mejor prueba entre esta suerte de desfase entre consenso verbal y el contraste efectivo. En un cierto sentido lo que ganó la democracia en extensión lo perdió en contenido y su uso ha sido tan pervertido, que hasta las más incontrovertibles dictaduras de han autodenominado “democráticas”. Está claro que saber qué es o no es democracia no es una mera una cuestión académica sino práctica porque afecta al destino de millones de personas.
¿Qué puede significar la democracia ahora, a principios del siglo XXI, que sin borrar su origen incorpore el espesor de siglos de experiencia humana?
1.- Vivimos la “era de los derechos humanos”. La primacía actual de los “derechos fundamentales” es la gran conquista de la humanidad, luego de dos de las de las mayores experiencias históricas totalitarias del siglo XX. Su reconocimiento internacional se ha patentizado en las cartas constitutivas del mundo. Esta centralidad de los derechos “fundamentales” ha reconceptualizado la idea de la democracia y la “forma” de organización del Estado que debe cristalizarla. La tríada de “derechos fundamentales-democracia-Estado” ha producido una nueva matriz de pensamiento sobre el poder y la sociedad.
2.- Los “derechos fundamentales” remiten a una cierta idea de la condición humana, que es la “dignidad humana”, por la cual los individuos como personas son portadores de derechos esenciales, que son los marcadores del reconocimiento de esa dignidad. Estos derechos no son sólo “negativos”, de protección contra las intrusiones indebidas; son también “positivos”, de exigencias y obligaciones de un Estado activo en la promoción de condiciones para la realización de los proyectos de vida de sus ciudadanos.
3.- La esencialidad de los derechos fundamentales ha renovado la reflexión sobre la democracia, que no es sólo “forma” sino también “sustancia” determinada por esos derechos que definen los márgenes de lo decidible. Es la democracia como ideal de construcción de una comunidad de ciudadanos y de vida, basada en un conjunto de valores que expresan las profundas aspiraciones humanas. Es la democracia como principio de convivencia pacífica y sin violencia; de tolerancia y respeto; de solidaridad y de fraternidad; de libertad, igualdad y equidad. No hay democracia allí donde se violan repetidamente los derechos fundamentales.
4.- Esta asociación entre derechos fundamentales y la democracia, ha reconceptualizado a su vez el Estado como “Estado de derecho”. La democracia se ha convertido en un componente “inherente” al Estado de derecho, hasta el punto de haberse establecido entre ambos una “relación interna”, que ha dejado de ser “contingente” y es ahora “necesaria”. El Estado de derecho deja de ser sólo el “Estado de legalidad” del siglo XIX y asume la forma de “Estado constitucional”, que es el correlato institucional de los derechos fundamentales más la democracia.
Este “modelo” estatal tiene sus propios principios constitutivos, que no son simplemente declarativos sino que por haber sido constitucionalizados son verdaderos “mandatos de optimización”. Es el respeto irrestricto de la autonomía de la sociedad (condición de la modernidad política y prerrequisito sin el cual los derechos humanos pierden sentido); es la independencia e idoneidad del sistema judicial que proteja el ejercicio de los derechos fundamentales; es la transparencia efectiva en las instituciones; el derecho ciudadano a la información y la obligación de rendición de cuentas de los servidores públicos ante instancias formalmente establecidas.
5.- El Estado de derecho es un pacto entre el Estado y sociedad por el cual Estado garantiza los derechos fundamentales de los miembros de la sociedad, cuya autonomía respeta, y los ciudadanos a su vez reconocen la autoridad del Estado, al que fiscalizan en sus acciones mediante mecanismos adecuados. El Estado de derecho para subsistir necesita funcionalmente de una sociedad civil que le sea compatible y sintonizable; ordenada, de iguales, pacífica, sin violencia; activa y autónoma, conformada por ciudadanos portadores de una nueva cultura política democrática de derechos y deberes, con alta capacidad de diálogo, razonabilidad, interlocución e inter-comprensión y respetuosa de la dignidad de las personas y de las instituciones.
6.- Es decir, la tríada “derechos fundamentales-democracia-Estado de derecho” es, pues, toda una concepción del poder y de la sociedad que corresponde a los valores implicados en la idea de la dignidad humana. Todo ello ha cambiado las relaciones tradicionales entre los códigos del derecho y los códigos del poder. Ya no es el poder el que define su derecho sino el derecho que define el poder. De manera más profunda y en un cierto sentido puede decirse que el derecho del Estado de derecho es el derecho de los más débiles contra los más fuertes o poderosos, que por ser tales tienen ya una ventaja para defender su propio poder.
Quizá una manera de condensar todo lo que llevamos dicho es darle forma de silogismo a la relación derechos fundamentales, democracia y Estado de derecho:
-No hay derechos fundamentales sin Estado de derecho
-No hay democracia sin derechos fundamentales
-Por tanto, no hay democracia sin Estado de derecho.
Esta idea de democracia es ciertamente ajena a gran parte del continente latinoamericano como lo constatara con cierta amargura en una entrevista a El País de España el ex-presidente del Brasil, F.H. Cardoso, al afirmar que en América Latina “no se acepta el Estado de derecho ni siquiera la ley”; como no lo es a la historia profunda del país, en la que sigue siendo actual la sentencia de René Moreno de que en el Alto Perú colonial las cosas se hacían “conforme a ley, o fuera de la ley, o contra la ley”.
Es decir, que ya no es muy pertinente pensar en el siglo XXI la democracia simplemente en los términos clásicos de “participación”, que por sí misma bastaría para calificar a la democracia, ni de “soberanía popular”, que deben ser repensados a partir de la tríada mencionada; menos aún en términos de democracia “insurgente”, democracia “popular”, democracia “comunitaria”, democracia “callejera”, de la “otra” democracia, que son la antesala del autoritarismo más burdo.
Por ello es que la tarea institucional más importante del presente no es sólo construir el Estado de derecho como el mejor antídoto contra el despotismo y la anomia generalizada en nuestros países, sino emprender una tarea educativa de más largo aliento para cambiar las pautas de nuestro ADN histórico. Así la tríada puede hacer de fuerza de cohesión nacional, que no lo es la democracia “plurinacional”.