Las dictaduras no se hacen buenas porque liberan presos. Sólo confirman la concepción que tienen del ser humano utilizándolo como mercancía de cambio. Ninguna dictadura libera a alguien por un acto de humanidad, por un reconocimiento del derecho del otro, por una reflexión del carácter esencialmente humano de la libertad. Si así fuera, no tendrían decenas de conciencias engrilladas en cárceles y mazmorras.
En octubre de 1980, con García Meza disfrutando la plenitud de su dictadura compartida con militares argentinos, gozando de su intercambio de armas, torturadores experimentados y toneladas de cocaína --momento estelar de la gangsterización del Estado--, se nos comunicó a cinco de los presos del campo de concentración de Puerto Cavinas y otros cinco del campo de Puerto Rico que se nos trasladaría a La Paz. Mientras volábamos en el avión apuntados por las metralletas de los guardias, estábamos lejos de imaginar que la decisión era la de enviarnos a la Argentina. Es decir, se había decidido hacernos desaparecer, tarea en la que los militares argentinos habían logrado doctorado cum laude. Cuando el cuerpo diplomático encabezado por el Nuncio se enteró del plan, le hizo un planteamiento a García Meza: ellos se harían cargo de los diez presos, los llevarían a países lejanos y con eso mejoraría la imagen del gobierno boliviano. Ésa, y ninguna consideración de orden humanitario, nos condujo a la libertad. Éramos, en ese momento, una buena mercancía para el tirano.
Es a través del recuerdo de mi felicidad en ese momento que pienso en los presos cubanos que hoy ya están en España. Seguramente, están viviendo esa cosa increíble que es respirar en plenitud, mirar el horizonte sin preocuparte de que te están vigilando, mirar atrás y no toparte con la presencia del guardia, conversar con quien te encuentres sin pensar que te están grabando, hablar con tu familia, reconocer los cambios que han tenido tus hijos, acostumbrarte a comer normalmente en platos que ya no son los recipientes de latón abollado, disfrutar de la ducha caliente y de la caminata… porque en la prisión se aprende a extrañar los detalles de la libertad.
Pero el régimen cubano no ha cambiado. Cuando el ministro español Moratinos --excelente expresión caricatural de la mediocridad de la actual política española en todas sus versiones-- dice que “se abre una nueva etapa en Cuba” sólo demuestra la más supina ignorancia de lo que es la concepción de los presos en una dictadura y su valor como negocio para los dictadores. Es una pena tener que reconocer que Cuba, hoy, tenga a presos políticos como uno de sus productos de exportación más rentables… ¡guardando siempre una buena reserva de material exportable!
Pero hay algo especialmente destacable, porque es algo que ninguna dictadura puede evitar: que aparezca alguien capaz de convertirse en luz para que los demás vean. Orlando Zapata, desde su discreta tumba, sabe que es el primer autor de varias libertades. Guillermo Fariñas, solo, apoyado en su cuerpo esmirriado por el sacrificio de su propia consumación lenta y constante, se convirtió en el prisionero de la libertad de otros.
Los presos liberados no son producto de la bondad de Castro. Son arañazos hechos al cuerpo famélico de una revolución que no puede ocultar su fracaso y que ya sólo puede hacer negocio con sus víctimas. Obtiene ventajas sacándolos de las celdas para permitirles esa forma especial de libertad que es el destierro. Cuba no ha cambiado: sólo ha aumentado el número de las conciencias que tienen que estar lejos…
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