Desde noviembre de 1964 hasta octubre de 1982, una generación de bolivianos vivimos dentro de dictaduras. La ilegalidad era flagrante, la lucha por el rescate de la democracia y la libertad, heroica. Abrigamos la esperanza y fortalecimos la ilusión de que en Bolivia algún día todo sería políticamente bueno. Soñamos que el régimen de sumisión terminaría cuando se producen “cambios de guardia” o ficciones democráticas. Soñamos que la prisión y la tortura, la persecución política y la vida clandestina, junto con el exilio vil, terminarían de una vez y que en su lugar se instalaría la democracia como poliarquía ciudadana con participación en la dirección y la administración de los asuntos políticos; soñamos que libertades y derechos fundamentales serían protegidos; soñamos que los partidos funcionarían como agentes principales de la política; soñamos en que la opinión pública no sufriría deformaciones ni sería objeto de manipulación; soñamos que los jueces proporcionarían tutela amplia y eficaz.
Nuestra ilusión, particularmente cuando fuimos apátridas en algún país generoso que nos acogía y nos proporcionaba “pasaportes para extranjeros”, porque los que en derecho nos correspondía fuera del degradante “salvoconducto”, se nos negaba en las oficinas consulares. Constitución y leyes acatadas por los bolivianos e instrumentados por gobiernos electos por el voto serían la norma vinculante, inspirada en los valores de libertad, justicia, solidaridad y pluralismo político. Durante esas casi dos décadas, esa imagen del futuro postdictaduras era fruto de la ilusión de una larga espera y una larga lucha dada en Bolivia, en la Bolivia del éxodo y la clandestinidad.
En ese 10/10/1982, la democracia resucita. Hoy pese a las falencias y a un resurgir evidente del autoritarismo, nuestras vidas aún discurren en libertad y la democracia es práctica recurrente, se abre en sus bases humanas, pese también a que la representación y el pluralismo padecen de esclerosis y a veces carecen de ideas. Soñamos demasiado, entender que en algunos países las instituciones funcionaban mejor que en lo que en realidad funcionan; concebir un orden ideal para seres humanos de condición desfalleciente. Tal vez muchos depositamos excesiva confianza en la ley y en sus instituciones. Vemos que ellas no bastan para que Bolivia no hiciera plena conciencia de los valores democráticos y de su aplicación cotidiana.
Releyendo después de años La cité antique de Fustel de Coulanges, cuando investigó las antiguas civilizaciones, encuentro un párrafo notable: “El hombre puede en determinadas circunstancias cambiar de forma brusca sus instituciones políticas. Sin embargo, la mutación de las leyes y de su derecho se hace con lentitud y de modo gradual. Más despacio habría que señalar que se van abandonando los hábitos adquiridos”. Me pregunto: ¿Tendrá que pasar bastante tiempo hasta quienes nacieron y crecieron, y se formaron cuando las dictaduras representen una minoría irrelevante y recién las nuevas generaciones, sin hipotecas a sus espaldas, podrían dar vigencia a los beneficios democráticos y a los cambios insoslayables que emprende la democracia, la de antes de 2003 y la de ahora, la del “proceso de cambio”? ¿Los bolivianos tenemos conciencia que el ritmo histórico no está a la altura de la esencia dinámica de los requerimientos y las expectativas? ¿Debemos alcanzar una sintonía entre las proclamaciones “infalibles” del Gobierno y las actitudes de la mayoría?
Hay que tomar conciencia esencial de que los acontecimientos transformadores hacia la modernidad y la economía social son lerdos frente a las esperanzas y padecimientos populares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario