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sábado, 2 de julio de 2011

Guillermo Bedregal se refiere al ritmo histórico inacorde con la dinámica de requerimientos. el resurgir del autoritarismo resulta evidente...


Desde noviembre de 1964 hasta octubre de 1982, una generación de bolivianos vivimos dentro de dictaduras. La ilegalidad era flagrante, la lucha por el rescate de la democracia y la libertad, heroica. Abrigamos la esperanza y fortalecimos la ilusión de que en Bolivia algún día todo sería políticamente bueno. Soñamos que el régimen de sumisión terminaría cuando se producen “cambios de guardia” o ficciones democráticas. Soñamos que la prisión y la tortura, la persecución política y la vida clandestina, junto con el exilio vil, terminarían de una vez y que en su lugar se instalaría la democracia como poliarquía ciudadana con participación en la dirección y la administración de los asuntos políticos; soñamos que libertades y derechos fundamentales serían protegidos; soñamos que los partidos funcionarían como agentes principales de la política; soñamos en que la opinión pública no sufriría deformaciones ni sería objeto de manipulación; soñamos que los jueces proporcionarían tutela amplia y eficaz.
Nuestra ilusión, particularmente cuando fuimos apátridas en algún país generoso que nos acogía y nos proporcionaba “pasaportes para extranjeros”, porque los que en derecho nos correspondía fuera del degradante “salvoconducto”, se nos negaba en las oficinas consulares. Constitución y leyes acatadas por los bolivianos e instrumentados por gobiernos electos por el voto serían la norma vinculante, inspirada en los valores de libertad, justicia, solidaridad y pluralismo político. Durante esas casi dos décadas, esa imagen del futuro postdictaduras era fruto de la ilusión de una larga espera y una larga lucha dada en Bolivia, en la Bolivia del éxodo y la clandestinidad.
En ese 10/10/1982, la democracia resucita. Hoy pese a las falencias y a un resurgir evidente del autoritarismo, nuestras vidas aún discurren en libertad y la democracia es práctica recurrente, se abre en sus bases humanas, pese también a que la representación y el pluralismo padecen de esclerosis y a veces carecen de ideas. Soñamos demasiado, entender que en algunos países las instituciones funcionaban mejor que en lo que en realidad funcionan; concebir un orden ideal para seres humanos de condición desfalleciente. Tal vez muchos depositamos excesiva confianza en la ley y en sus instituciones. Vemos que ellas no bastan para que Bolivia no hiciera plena conciencia de los valores democráticos y de su aplicación cotidiana.
Releyendo después de años La cité antique de Fustel de Coulanges, cuando investigó las antiguas civilizaciones, encuentro un párrafo notable: “El hombre puede en determinadas circunstancias cambiar de forma brusca sus instituciones políticas. Sin embargo, la mutación de las leyes y de su derecho se hace con lentitud y de modo gradual. Más despacio habría que señalar que se van abandonando los hábitos adquiridos”. Me pregunto: ¿Tendrá que pasar bastante tiempo hasta quienes nacieron y crecieron, y se formaron cuando las dictaduras representen una minoría irrelevante y recién las nuevas generaciones, sin hipotecas a sus espaldas, podrían dar vigencia a los beneficios democráticos y a los cambios insoslayables que emprende la democracia, la de antes de 2003 y la de ahora, la del “proceso de cambio”? ¿Los bolivianos tenemos conciencia que el ritmo histórico no está a la altura de la esencia dinámica de los requerimientos y las expectativas? ¿Debemos alcanzar una sintonía entre las proclamaciones “infalibles” del Gobierno y las actitudes de la mayoría?
Hay que tomar conciencia esencial de que los acontecimientos transformadores hacia la modernidad y la economía social son lerdos frente a las esperanzas y padecimientos populares. 

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