En el afán de ganar aliados en el mundo, los populismos latinoamericanos han trabado alianzas con propios y extraños, con círculos políticos y económicos muy lejanos a sus intereses. Estas relaciones han sido guiadas por un turbio antiimperialismo que no expresa un mínimo de coherencia, pues no es lo mismo hablar de las relaciones de Libia , Siria o de Irán con Estados Unidos, que mencionar las relaciones de Venezuela con su principal comprador de petróleo, a quien jamás le falló con sus provisiones y ante el que no representa la menor amenaza concerniente a su integridad. El narcotráfico es un tema reciente y también cosa aparte.
Lo mismo podría decirse de Bolivia, Argentina, Nicaragua y hasta de Brasil, cuyo exmandatario Lula Da Silva intentó hacer migas con el autócrata iraní Mahmud Ahmadinejad, un hecho que causó escozor en el mundo civilizado, pues se llegó a mencionar el peliagudo asunto de la energía nuclear. Menos mal que las críticas obligaron a Lula a volver a la cordura y todo quedó en la anécdota.
Cómo habrá sido de atolondrada esta política populista de acercarse a todo el que le bata palmas, que en Argentina, una de las máximas líderes de las Madres de Plaza de Mayo llegó a elogiar a los miembros de ETA y en Venezuela, los terroristas vascos encontraron refugio de la misma forma que lo habían hecho los narcoguerrilleros de las FARC. Para qué vamos a ahondar en el caso del ministro de Defensa de Irán como huésped ilustre en Bolivia, apadrinando la apertura de una escuela militar, pese a sus graves antecedentes en el atentado de la Amia en Buenos Aires, un episodio que la presidente Cristina Fernández ha estado tratando de borrar de la historia de su país, garantizándoles la impunidad a los culpables.
No es un secreto que Venezuela se convirtió en la última década en el santuario de ciudadanos provenientes de lugares con alta actividad terrorista y el régimen chavista llegó a tener varios ministros y centenares de funcionarios con dudoso prontuario. En todos los países de este bloque se produjo un ataque despiadado contra los valores cristianos, especialmente el catolicismo, mientras se abrían las puertas a un peligroso laicismo que ocultaba también la penetración de algunas confesiones que promueven el fundamentalismo.
Afortunadamente no hemos tenido que lamentar ningún caso extremo en nuestro continente, como lo están enfrentando ahora en Europa, donde están bajo la amenaza del islamismo radical. El pecado de los europeos seguramente fue una mezcla de ingenuidad y de una extrema convicción en la fuerza de las leyes y de la democracia, valores que los fundamentalistas no entienden, no aceptan y en todo caso quieren borrar de la faz de la tierra.
Aunque a algunos les pese, América Latina pertenece al occidente y su destino está ligado a los valores universales de una cultura que camina hacia la paz por la vía de la democracia, el derecho y la libertad. En esta región tenemos muchas deudas que saldar con los excluidos, con los indígenas, con las mujeres y muchos otros sectores que han sido frecuentemente desplazados por las élites. Sin embargo, desde que Bolívar, Sucre, San Martín, Martí, Juana Azurduy y Benito Juárez marcaron el rumbo que debíamos seguir, optar por otra ruta no solo representa una extravagancia inútil, sino una decisión peligrosa que es necesario revisar, sobre todo en estos momentos tan álgidos que vive el mundo.
No es un secreto que Venezuela se convirtió en la última década en el santuario de ciudadanos provenientes de lugares con alta actividad terrorista y el régimen chavista llegó a tener varios ministros y centenares de funcionarios con dudoso prontuario. En todos los países de este bloque se produjo un ataque despiadado contra los valores cristianos, especialmente el catolicismo.
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