La decisión del Presidente de la ex República de Bolivia —hoy Estado Plurinacional— de declarar feriado nacional el 21 de junio por ser esa la fecha en la que la “nación aymara” celebra el año nuevo, supuestamente desde tiempos inmemoriales, ha dado lugar a múltiples reacciones.
La artillería de argumentos empleada para cuestionar tal medida es de lo más nutrida y diversa. Va desde lo estrictamente legal hasta lo que enseña el estudio de la arqueología, pasando por la historia, la antropología y el sentido común.
Ninguno de los muchos argumentos esgrimidos por expertos en sus respectivas áreas ha sido, sin embargo, suficiente para hacer mella en la decisión presidencial. Es que así como ya a nadie importa que la Constitución Política del Estado en su artículo 49 indique que “sólo la ley regula los feriados y otros derechos sociales”, lo que excluye la posibilidad de que nuevos feriados sean fijados por decretos, tampoco merecen atención los abundantes datos que señalan que el solsticio de invierno no tiene nada, pero absolutamente nada que ver con un recientemente inventado “año nuevo aymara” y muchísimo menos con el año 5518.
Según los entendidos en la materia —que obviamente no son los que se han dado a la tarea de reescribir la historia— el famoso año nuevo aymara es una “milenaria tradición” cuyo origen se remonta a tiempos tan remotos como aquellos en los que se inventó la “whipala”. Es decir, algo más de 20 años, según los más antiguos vestigios.
Se puede pues suponer que si se hicieran los estudios necesarios para establecer el origen de los “milenarios” símbolos, y “ancestrales conocimientos”, se hallarían sin duda huellas que desembocarían en las mismas imaginativas mentes. Y no serán las de ancianos aymaras inspirados en los achachilas, sino ocurrentes sociólogos europeos o estadounidenses, de esos que a modo de distraerse recorren el mundo comprando “flamantes cosas viejas recién envejecidas”, o descubriendo “milenarias tradiciones recién inventaditas”.
A pesar de ello, algunas de las ocurrencias de moda podrían pasar más o menos desapercibidas por no estar del todo reñidas con un patrimonio común de la humanidad. Es el caso de los festejos del solsticio, un elemento compartido por todos los pueblos de la tierra que han cruzado un cierto umbral en el camino del conocimiento astronómico.
No puede decirse lo mismo de la caprichosa decisión de asignarle al año nuevo inaugurado ayer el número 5518. Ese sí que es un invento que, por lo absurdo, parece una ridiculización, una burla, una mala broma hecha a costa de un pueblo al que se le ha perdido el respeto. Es una de esas ocurrencias que pese a no tener ni el más mínimo respaldo en la realidad, están sentando las bases de una “reinvención del futuro”.
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