No sorprende el léxico destemplado de Fidel Castro en celebrar, pero no aceptar, la posibilidad de que su país acceda nuevamente a una banca en la Organización de Estados Americanos (OEA), de la cual había sido expulsado en 1962. Sorprende el tono con el cual descalificó a sus miembros, tildados en forma implícita de cómplices de "toda la basura de 60 años de traición a los pueblos de América latina". Es uno de sus tantos calificativos, volcados por escrito, contra una institución señera que, mal que nos pese, no siempre estuvo a la altura de las circunstancias, como ocurrió con la fallida aplicación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) durante la Guerra de las Malvinas.
La OEA, surgida en 1890 de la Primera Conferencia Internacional Americana realizada en Washington con el nombre de Unión Internacional de Repúblicas Americanas, atravesó diferentes etapas y superó varias crisis hasta que adoptó, en 1948, la Carta de la Organización de los Estados Americanos. En esos años y en los posteriores, ningún organismo de esa magnitud pudo haber actuado en forma independiente de los gobiernos. Es injusta, entonces, la crítica de Castro, más allá de que los cancilleres reunidos en la ciudad hondureña de San Pedro Sula no parecieron reparar en su opinión cuando aprobaron la reinserción de Cuba, cual puente hacia su integración regional.
El Grupo de Río, del cual forma parte la Argentina, había tenido el primer gesto. Luego, en la IV Cumbre de las Américas, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, hizo su debut en la región con una mano tendida hacia los principales detractores de su país. Si Cuba no participó hasta ahora de ese foro, no se debe a la falta de voluntad de Castro o de su hermano Raúl, actual presidente del régimen. Se debe, justamente, a la exclusión de Cuba de la OEA desde hace 47 años por haber abrazado el comunismo soviético durante la Guerra Fría. En aquel tiempo, la democracia y los derechos humanos no eran tan importantes como ahora. En la isla no existe ni uno ni se respetan los otros ni, menos aún, las libertades.
La excepción que hicieron los cancilleres en la OEA, regida por la Carta Democrática como requisito mínimo para todo país miembro, no debe ser considerada por los hermanos Castro como un cheque en blanco, sino como una muestra más de paciencia con un régimen que oprime a un sector de su población y que alienta al otro a plantear su cosmovisión del mundo como la lucha entre David y Goliat. ¿De qué vale, por ejemplo, que la prensa oficial cubana señale que los Estados Unidos intentaron impedir la reinserción de Cuba en el sistema interamericano? Es falso. Sin el guiño de Obama, acordado con su presidente favorito, Luiz Inacio Lula da Silva, los otros mandatarios no hubieran podido hacer mucho más que insistir en la prédica barata contra "el imperialismo yanqui" de Hugo Chávez, Daniel Ortega, Rafael Correa y Evo Morales, o con la posición neutral de gobiernos que jamás quisieron estar en un extremo ni en otro del arco ideológico.
En el caso argentino, medido en los términos históricos a los que suele recurrir Fidel Castro por razones seniles, la política con Cuba se caracterizó por haber sido errática. Los montoneros, que no congeniaban con el comunismo, le confiaron el botín obtenido del secuestro de los hermanos Born y, después, el régimen se mostró cómplice de la dictadura militar, al negar el escarnio que significaban los desaparecidos. En los noventa, Carlos Menem exageró su rechazo al comunismo mientras, en privado, intercambiaba vinos por cigarros; después, el gobierno de Fernando de la Rúa a punto estuvo de romper las relaciones diplomáticas bilaterales por haber sido acusado de "lamer la bota yanqui", y los funcionarios de Néstor Kirchner y su propia esposa, ya presidenta, no ocultaron la emoción cuando compartieron una foto con él.
De democracia y de derechos humanos, reclamados por los mismos cubanos, no por "el imperialismo yanqui", ni hablar. No fuera que Fidel o su hermano se ofendieran, así como Jorge Rafael Videla y los siguientes generales del Proceso si él osaba hacerse eco de las lágrimas de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Lo mismo podrían decir los chilenos, los bolivianos, los paraguayos y los uruguayos mientras padecían el rigor de los gobiernos de facto. O, en estas horas, los parientes de la doctora Hilda Molina, anclada en La Habana e imposibilitada de conocer a sus nietos argentinos por capricho del régimen.
Los Castro han vivido mucho tiempo demasiado concentrados en sí mismos como para atender las necesidades ajenas. Sobre todo, si esas necesidades podían tener un efecto bumerán capaz de torcer el rumbo de la justa revolución que estableció una injusta dictadura. La histórica decisión de la OEA coincidió anteayer con el cumpleaños de Raúl Castro. Cumplió 78. E hizo suyo el mensaje de su hermano: señaló que su país no ha pedido ni quiere regresar a la OEA, "llena de una historia tenebrosa y entreguista".
Al margen de esa historia, el régimen reconoció con tono setentista "el valor político, el simbolismo y la rebeldía que entraña esta decisión impulsada por los gobiernos populares de América latina". Esa historia no libra a nadie de pecado si, como los Castro, sólo se mira hacia atrás. Esta debería ser una oportunidad para mirar hacia delante, pero, para ello, la vetusta generación en el poder, atada a dogmas y recelos, tendría que ser generosa con el porvenir. Parece mucho pedir.
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