Se afirma, con razón, que la “oposición es un tipo de conducta o de comportamiento político” y que tolerarla es expresión esencial de la democracia. Por supuesto que no todos comparten este principio, como tampoco hay acuerdo en la esencia de la democracia. Para los que, desde el poder, desatan la lucha de clases en nombre de la democracia “popular”, es inadmisible permitir la existencia de otros partidos que no sean la expresión del proletariado, cuya dictadura edifican y, entonces, no hay lugar para la oposición y sus agrupaciones, siempre diversas, deben ser destruidas. Así lo pretendió el estalinismo –ahora el castrismo-, y el disenso se convirtió en un crimen contra la “revolución”.
Curiosamente, los que añoran esas dictaduras, especialmente en nuestro continente, para seguir siendo parte de la OEA y de la ONU, pretendidamente aceptan reglas compartidas: la Carta de Bogotá y la Carta Democrática Interamericana, y la Carta de San Francisco y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que entre otros, consagran derechos como el de disentir y la libertad de difundir su pensamiento político. Esta es la obligación tan frecuentemente incumplida.
En realidad, el populismo, ahora en nombre del socialismo –del siglo XXI o de cualquier otro “apellido”– sigue diferentes tácticas que han sido acomodadas a las circunstancias que ahora prevalecen en la comunidad internacional. Con acciones apenas disimuladas, los populistas nacen de las aperturas del pluralismo, pero se orientan a establecer regímenes de partido único, como en la desaparecida Unión Soviética y que ahora persisten, entre otros, en Cuba y Corea del Norte, donde las únicas agrupaciones políticas permitidas son los partidos comunistas. Pero hay más: la virtual alianza se extiende a otras expresiones tiránicas –como la “eclesiocracia” de los ayatolas- negadoras de los derechos humanos y, por supuesto del derecho al disenso.
El populismo en América Latina, como afirmara Enrique Krauze, “ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas” aunque persigue un fin similar: gobernar sin ningún control, es decir sin fiscalización de parlamentaria y, por tanto, de agrupaciones opositoras. Coincidentemente las fuerzas populistas se empeñan en acallar a los medios de difusión y destruir, no sólo a los partidos políticos, sino a toda expresión de disidencia individual o institucional.
Esta conducta política es una constante que se expresa de muchas maneras, entre ellas, la intimidación y el acoso judicial contra cualquier ciudadano que represente a una fuerza política, distinta a la que ejerce el poder, o que haya sido electo por el pueblo como opción diferente a la del gobierno, o que, para el régimen, sea sospechoso de no compartir la política del oficialismo.
El populismo, si pierde en las urnas, se desquita con la persecución orientada al logro de la hegemonía. Acomoda leyes usando su circunstancial mayoría y, de esta manera, aleja la posibilidad de la alternancia, como resultado de elecciones justas, libres y transparentes.
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