El Estado de Derecho conforma el marco dentro del cual queda sujeta la actuación de los gobiernos y que impide el deslizamiento hacia el absolutismo o hacia alguna de las variantes del totalitarismo. El imperio de la ley, el rule of law en la tradición anglosajona, implica como condición la división e independencia de poderes, como hace ya tres siglos lo destacaron Locke y Montesquieu. También implica la preservación de los derechos esenciales de las personas, y dentro de ellos las llamadas libertades básicas o individuales. El derecho de propiedad frente a los abusos del Estado para conculcarlo es uno de ellos.
Las instituciones de la organización social deben apuntar prioritariamente a la preservación y perfeccionamiento del Estado de Derecho. Para ello debe existir una cultura y un convencimiento mayoritario en la ciudadanía de que ello es esencial para la convivencia y para el progreso. Debe ser una cultura compartida por los grupos dirigentes y a partir de la cual se imponga una constitución y toda la legislación derivada de ella. Así lo fue en la Argentina, luego de alcanzarse la organización nacional y tras el consenso expresado previamente en el Acuerdo de San Nicolás, cuando se dictó la Constitución de 1853.
Sin embargo, cualquier observador llega fácilmente a la conclusión de que en la Argentina se asiste actualmente a una larga y sostenida decadencia del Estado de Derecho y, consecuentemente, de la calidad institucional. Es un proceso cuyos cambios no son fáciles de apreciar de un día para otro, aunque puede advertirse que en estos últimos años se ha acelerado. No obstante, debería ser analizado en un horizonte más extendido. No es fácil determinar cuándo comenzó ni tampoco cuándo se revertirá. Pero lo cierto es que a lo largo de distintos períodos del siglo XX resultaron afectadas la independencia de poderes y las libertades individuales. La estabilidad constitucional fue interrumpida por sucesivos quiebres y el país debió atravesar experiencias traumáticas, incluidas algunas de extrema violencia.
Existe una estructura legal que comprende la propia Constitución, las normas que reglamentan su ejercicio en sus más diversas formas y jerarquías (códigos, resoluciones y regulaciones administrativas) en el plano federal, provincial y municipal. Nadie podría decir que hay vacíos legales relevantes; más aún, hay demasiado reglamentarismo. Sin embargo, esta profusión no caracteriza el Estado de Derecho, sino que más bien crea dificultades para la vida diaria de la sociedad civil. Toda esta batería legal tiene teóricamente un Poder Judicial y un poder de policía para que se cumpla. No se puede decir, además, que la Argentina no cuenta con una abundante burocracia que administre las regulaciones. Asimismo, existe un Poder Legislativo que modifica u origina nuevas leyes. Visto desde afuera, no hay un vacío en la formalidad institucional en el sentido que aquí estamos exponiendo. Pero no hay duda de que los ciudadanos argentinos, así como los poderes del Estado y las instituciones civiles, viven distanciados no sólo del Estado de Derecho, sino también del imperio de la ley. La ley no se cumple y ello ocurre usualmente cuando quienes deben hacerla cumplir se detienen frente al argumento de que su violación obedece a una motivación social.
La cultura fundadora de la Argentina ya no está vigente en las elites. Hay quienes piensan que deberían cambiarse los jueces, legisladores y reguladores para dar paso a personas de pensamiento afín al Estado de Derecho. Sin embargo, hay elecciones, nuevos funcionarios judiciales, policiales, y reguladores, pero la tendencia fundamental no cambia. Los valores de la libertad, la propiedad y la sociedad civil, como el bien que se protegerá dentro de un esquema ético definido, han sido gradualmente reemplazados por un estatismo intervencionista que no es otra cosa que el derecho del más fuerte o, paradójicamente, la supuesta aunque hipócrita defensa del derecho del más débil. La corrupción acompaña en forma creciente estas tendencias.
En una palabra, hay una nueva cultura subyacente que no es la que dio origen a la Constitución, aun con sus reformas, y dicha cultura no respeta el imperio de la ley ni al individuo.
El problema de fondo está por encima de la acción electoral. Está en el campo de las ideas, en el pensamiento de la organización jurídica de la Nación. Sin elites que introduzcan una cultura apropiada que concilie la práctica plena de la democracia con los principios fundacionales de nuestra república, la dicotomía entre el imperio del derecho y la realidad se irá agrandando progresivamente hasta llevarnos a la necesidad de una verdadera refundación nacional.
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