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viernes, 30 de abril de 2010

Argentina se desliza peligrosamente hacia un autoritarismo creciente. La Nación se refiere a "la caza de brujas" que como en Bolivia, rebuscan...

La atmósfera de crispación, intolerancia y agresividad que, por la conducta intemperante del oficialismo y sus aliados, se está instalando en la Argentina alcanza ya niveles muy preocupantes. La exaltación verbal de encumbrados funcionarios del gabinete nacional parece reflejarse luego en los escraches a periodistas y en la acción de fuerzas de choque como las que agitaron la Feria del Libro.

A estas prácticas deleznables se sumó ahora la realización de "juicios populares", es decir, procesos efectuados en la plaza pública por tribunales que pretenden sustituir a los de la Constitución, seguramente para alcanzar condenas que no se conseguirían siguiendo los procedimientos que marca la ley. A quienes promueven estas prácticas, que no por realizarse a la luz del día dejan de ser clandestinas, tal vez les encantaría que su dinámica informal desembocara en la apertura de cárceles del pueblo para que todo adquiera el patético y dramático aspecto de etapas violentas del pasado nacional. Hay que celebrar que este tipo de barbarie haya quedado superado en la sociedad democrática.

Para volver más inquietante este clima, desde lo más alto del poder, es decir, desde la boca de Néstor Kirchner, comienza a alentarse otra persecución insidiosa y determinada sólo por las urgencias cotidianas del poder. Al hablar en la sede de la CGT, el martes pasado, Kirchner pidió que "desde ahora en más, sin odios ni venganzas", la Justicia "proceda a juzgar las responsabilidades como dijo la Presidenta no sólo de aquellos que lamentablemente les hicieron poner una capucha, sino de los responsables civiles e ideológicos del golpe militar de 1976".

Esta sugerencia al Poder Judicial imita la que realizó Estela de Carlotto, la presidenta de las Abuelas de Plaza de Mayo, en el polémico discurso que pronunció el último 24 de marzo, cuando, después de enumerar a varias empresas que producen hoy en el país, señaló que "la dictadura se hizo entre muchos, militares y civiles, al servicio del exterminio y la apropiación de niños. Son los mismos que hoy pretenden volver a las recetas neoliberales que tanto daño nos han hecho".

El grave peligro de esta estrategia consistiría en que, agotadas las instancias de los sectores militares, el Gobierno irá arrojando a la arena a ciudadanos civiles. No sólo a algunos ex funcionarios del Proceso, sino también a sus rivales actuales cuando ellos incomoden al matrimonio gobernante o simplemente puedan ser usados para fabricar supuestas "pruebas" de las siempre tan denunciadas como inverosímiles conspiraciones.

Estas prácticas y argumentos sugieren que el país está a punto de ser sumergido en una deleznable caza de brujas en la que, sin objetivos demasiado precisos, se buscará penalizar por fuera de la ley a quienes ejerzan una oposición real o simbólica con el actual elenco de poder. Atractivo y electrizante espectáculo que no alcanzará para ocultar que las columnas del oficialismo comenzaron a ser corroídas por graves episodios de corrupción.

Para inaugurar esta estrategia, con la que tanto simpatizaron los regímenes autoritarios de la primera mitad del siglo XX, Kirchner aprovechó que la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad del indulto dictado por Carlos Menem en beneficio de José Alfredo Martínez de Hoz.

El caso Martínez de Hoz encierra varias perspectivas. El ex ministro de Economía del gobierno de facto fue acusado por la presunta participación en un delito de privación ilegal de la libertad y tentativa de extorsión contra los señores Federico y Miguel Gutheim.

En 1986, en el gobierno del doctor Raúl Alfonsín, un juez federal le dictó prisión preventiva a Martínez de Hoz por estos hechos. Pero dos años más tarde la Cámara Federal revocó esa decisión porque no existían pruebas que acreditasen la participación del ex ministro en los hechos. Mientras Martínez de Hoz esperaba el sobreseimiento definitivo, Menem lo incluyó en sus indultos.

En 2006, el entonces presidente Kirchner pidió en público el encarcelamiento de Martínez de Hoz. Pocos días después, el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, solicitó la reapertura de la causa argumentando que los hechos constituían un delito de lesa humanidad. Los señores Gutheim, cuya detención merece todos los reproches de un abuso de autoridad, no fueron desaparecidos, no estuvieron en cárceles clandestinas ni fueron sometidos a tortura. Es difícil identificar su caso con un delito de lesa humanidad, salvo que se quiera aplicar esta categoría en un sentido laxo, con el objetivo de mantener abiertas causas que la Justicia decidió cerrar.

La situación de Martínez de Hoz plantea un delicado desafío al Estado de Derecho, precisamente por tratarse de Martínez de Hoz. La del ex ministro es una figura que, por razones justas o injustas -determinar esto es parte de una valoración política-, goza de una considerable impopularidad. Es decir, se trata de alguien a quien con facilidad se puede demonizar, imputándole delitos que no cometió. Es en estas situaciones cuando la aplicación de los procedimientos y la extensión de las garantías que marcan la ley y el Estado de Derecho deben ser más escrupulosas. Porque suelen ser éstos los casos en los que, dada la antipatía que puede despertar un actor de la vida pública en la mayoría de sus conciudadanos, se suelen cometer las más graves injusticias. La civilización occidental consagró principios como el de la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia, entre muchos otros, para evitar que el castigo o la absolución sean dictaminados con arreglo a la mayor o menor adhesión que despierte una figura en la muchedumbre. De lo contrario, estaríamos sustituyendo los códigos por los deseos de la masa o las encuestas de opinión.

Las expresiones del esposo de la Presidenta podrían operar como las palabras de un demagogo que pretende agitar un sentimiento de antipatía para condicionar el pronunciamiento de los jueces; en el caso Martínez de Hoz, quien está a cargo del proceso es Norberto Oyarbide. Sin embargo, en esas expresiones hubo algo más grave: sugirieron que, desde el poder, se prepara una lista de aquellos que ocuparán el lugar que hoy le cabe al ex ministro de Economía del gobierno militar.

Desde su llegada al poder, los Kirchner no han cejado en su desaforado afán de intentar construir poder a partir de promover la intolerancia, las divisiones, los enfrentamientos, las tensiones, los resentimientos y hasta el odio entre los diferentes sectores de la sociedad. Primero fueron las Fuerzas Armadas. Luego la Iglesia, las empresas privatizadas, el sector agropecuario, los medios de difusión y últimamente hasta el Poder Judicial, cuyos miembros imparciales parecen molestar sobremanera al oficialismo.

Que estas persecuciones se realicen enarbolando la bandera de los derechos humanos es más que una paradoja. Es la revelación de que, entre nosotros, el recurso a esos nobles valores se está volviendo una coartada para el combate faccioso.

La política en materia de derechos humanos del gobierno de los Kirchner ha sido siempre sesgada y parcial. Se ha enfocado solamente en perseguir los delitos cometidos en la represión al terrorismo, olvidando en paralelo a las miles de víctimas inocentes de los atentados terroristas que claman por su derecho a la verdad y a la justicia. Un nuevo capítulo parece estar próximo a abrirse. Uno que apunta a abrir otra etapa persecutoria señalando, ensuciando, persiguiendo, lastimando y procurando encarcelar a civiles.

Esto sucede en momentos en que la Argentina se desliza peligrosamente hacia un autoritarismo creciente que está reduciendo el Estado de Derecho a la categoría de mera apariencia. El deseo insaciable de perpetuación en el poder utilizando cualquier medio (y presumiblemente hasta la sed de venganza) parece no detenerse en medir costos cuando de procurar víctimas expiatorias se trata.


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