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domingo, 7 de agosto de 2011

Carlos Mesa es un pensador brillante, a su sereno juicio acumula un profundo conocimiento de las circunstancias históricas que trata como cuando advierte de un diálogo real para evitar la guerra.


Todos coincidimos en que éste es el primer Gobierno indígena de la historia. Lo es no por el origen étnico del Presidente, pues podríamos perfectamente demostrar que más de uno de nuestros mandatarios llevaba debajo de la levita o el uniforme militar tanta sangre indígena como Morales. Éste es el primer Gobierno indígena porque se reconoce como tal, a través de la Constitución, les ha otorgado una especial categoría ciudadana y un sentido de pertenencia y apropiación de la nación.
Paradójicamente, el maximalismo de la Carta Magna y la idea errada de que todas las propuestas académicas se vuelven realidad al convertirse en artículos constitucionales, está forzando al Gobierno a beber su propia medicina.
Desde el llano Morales exigió que se respetara la decisión de los pueblos indígenas en todo aquello que afectase a sus territorios y en consecuencia a sus propias vidas. Desde el poder tal cosa no ocurrió. 
La primera sorpresa a la vuelta de un par de años de Gobierno fue constatar que el “nosotros los indígenas” era en realidad “nosotros los aymaras”. El poder, la influencia, la teoría de lo plurinacional tuvo y tiene un sesgo aymara que se revela en casos muy concretos como el de la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos. Estudio aparte merece el rol de los quechuas en este proceso. La tercera sorpresa fue comprobar que las denominadas “naciones” de los llanos son de hecho “naciones” de segunda categoría con relación al mundo andino, subordinadas al discurso político aymara, a los intereses de control de poder aymara y –lo que es más grave-- a la lógica socio-económica de los originarios de los Andes.
Aquí cabe subrayar que el presidente Morales, igual que la mayoría de los indígenas andinos, está atrapado en una forma de razonamiento del desarrollo propia de los años 60 del siglo XX. El gobernante más parecido a Morales es René Barrientos, con la diferencia de que la visión desarrollista del mandatario tarateño respondía a los paradigmas y a las miradas sobre el progreso de un mundo que no sospechaba su finitud, que no enfrentaba retos medioambientales graves y que no entendía aún la importancia de las características culturales, vulnerabilidad y obligaciones del Estado para con las diversas comunidades indígenas que habitan el país.
Esta mirada equivocada del desarrollo es no sólo grave, sino inaceptable en quien hace de la defensa de los indígenas y de la Pachamama su principal bandera.
El Presidente sigue anclado en la idea más liberal y capitalista del progreso. La industrialización entendida sólo como la instalación de industria pesada. La carretera como sinónimo de modernidad y civilización en si misma. Los tractores que abren sendas, derriban árboles y preparan la tierra para ser sembrada, como símbolo de la fertilidad de la madre tierra.
Un problema adicional es la incapacidad de establecer una relación horizontal y de respeto al otro. En la práctica, el discurso conceptual de los 500 años sólo vale para la denuncia de la explotación de blancos y mestizos sobre los indígenas, pero no cuando desde el Estado se busca imponer una decisión a otros indígenas que tienen derecho a hablar y defender sus visión de mundo, tanto por su intrínseca naturaleza como por el reconocimiento constitucional de ese derecho. Peor aún, cuando desde la lógica de los originarios andinos se pretende definir lo que es bueno y lo que es malo para el desarrollo del país, casi siempre en función de los intereses de esa mayoría andina que está cada vez más lejos de los discursos teóricos del pachamamismo, enajenados por el brutal pragmatismo avasallador de los colonizadores de la tierras bajas, que hoy no quieren llamarse colonizadores, pero que lo son más que nunca.
No se trata de postular la absoluta intangibilidad del medio ambiente, pero sí de respetar un parque nacional, sí de hacer compatible la construcción de un camino con los efectos que éste puede generar negativamente en la región donde se construye.
Esta cruda realidad nos impone reflexionar en profundidad sobre lo avanzado hasta ahora en el tema. ¿La cantidad de Tierras Comunitarias de Origen otorgadas y el astronómico número de hectáreas involucradas, responde a las necesidades reales de los pueblos beneficiados? ¿Hay una política diferente de colonización de los llanos (o como quiera llamársele hoy) a la lógica que la impulsó a mediados del siglo pasado? ¿Tenemos políticas realistas para compatibilizar los niveles autonómicos del país y la coexistencia de dos sistemas jurídicos paralelos? ¿En qué consiste, cuando hablamos de desarrollo, la filosofía del “vivir bien”?
Si no abrimos espacios de diálogo real, respetuoso para con el otro en todos los niveles, acabaremos en una guerra. Quienes creen que el autoritarismo es suficiente, padecerán de la infección y destrucción total de su propio poder. Por eso es tiempo de terminar con la esquizofrenia entre el discurso y la realidad del ejercicio hegemónico que quiere monopolizarlo todo, y que sigue pensando que el paraíso del desarrollo es el mito de la conquista de las tierras vírgenes sacrificadas en el altar del “progreso civilizador”.

 El autor es ex Presidente de la República

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