Desde hace algunas semanas, la Presidenta y su esposo intentan conjurar las dificultades del malhadado Fondo del Bicentenario con diatribas en contra de la Justicia.
El lenguaje oficial se fue plagando de descalificaciones hacia ese otro poder del Estado. Las medidas cautelares concedidas por los jueces comenzaron a denominarse "fallos exprés". Los límites establecidos por los tribunales son presentados como una "judicialización de la política". Néstor Kirchner fue más allá, hasta hablar del "partido judicial" e insinuar algunas críticas a la Corte Suprema. El ministro Julio De Vido tildó de "chicanas" las sentencias que vienen dificultando el avance del oficialismo sobre la empresa Telecom, en una tal vez involuntaria evocación del dramaturgo francés del siglo XVII Jean Racine, creador del abogado Chicanneau en su obra Los l itigantes. Esta descalificación de la Magistratura alcanzó también a funcionarios extranjeros, como el neoyorquino Thomas Griesa.
Por debajo de estos vituperios se tiende a una visión muy peculiar de la Justicia, que la Presidenta desnuda a diario, pero cuya expresión más completa tuvo lugar durante su última conferencia de prensa. En esa ocasión Cristina Kirchner incurrió en tres afirmaciones muy llamativas en alguien que se ufana de defender los derechos humanos.
En principio, desdeñó los reclamos llevados a los juzgados, utilizando como argumento los antecedentes de los abogados que patrocinaban las presentaciones. La Presidenta desacreditó a tres letrados por estar "identificados con la década del 90 y sus privatizaciones", como si ese pasado fuera inhibitorio para el ejercicio profesional. La impugnación se vuelve más insólita cuando se advierte que el principal vocero del Gobierno en la embestida contra Telecom, Rodolfo Barra, fue el ministro inspirador de la reforma del Estado de aquellos años.
La doctora Kirchner menospreció también la independencia de una jueza por sus antecedentes familiares. No hizo nombres, pero seguro se refería a una funcionaria que es hija de un militar retirado, ya muy anciano. Sin poder disimular su propia desviación, aclaró de inmediato: "No se trata de una causal de recusación". No es la primera demostración de que el Gobierno viene estableciendo en el país una especie de delito de filiación, por el cual los hijos deben pagar por los presuntos pecados de sus padres. Una visión del castigo habitual en la antigua Grecia, antes de la constitución de la ley y del Estado. Desde esta columna editorial se viene denunciando esta perversidad, muy recurrente en la selección del personal militar para los ascensos escalafonarios.
El tercer criterio quedó explicitado también en aquel diálogo con el periodismo, cuando la Presidenta dijo: "La Justicia debe ser independiente del oficialismo y de la oposición. De lo que no puede ser independiente es de los intereses del Estado, porque el Estado es único y se divide en tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Entonces ese Poder Judicial debe velar, no por el interés del Gobierno, sino por el interés del Estado, que él también representa". Una premisa que, llevada al extremo, impediría a los particulares litigar en contra del sector público.
Sería un error imputar sólo a la señora de Kirchner esta concepción autoritaria de la legalidad. Por su boca habla, de forma acaso inconsciente, una larga tradición autoritaria, que acompaña casi todo el pasado nacional.
Su postulado central es muy sencillo: la Justicia no tiene por qué ser ciega. Es decir, los derechos y las garantías de quienes recurren a ella deben reconocerse o denegarse según sea la identidad de los abogados que los reclaman. La legitimidad de las sentencias también depende de la genealogía de quienes las redactan. Y el veredicto final será éste o aquél según quién sea el litigante: si se trata de resguardar la esfera privada frente a la pública, los tribunales deberían desconocer cualquier pretensión.
Este menosprecio por las reglas arraiga en una interpretación más general de la vida pública. Es habitual que los gobiernos, cuando comienzan a padecer dificultades de conexión con la opinión pública, pretendan sustituir los argumentos por la exhibición de emprendimientos materiales, aun cuando no fueran, por su dimensión, impactantes (por ejemplo, una pileta de natación, como la que inauguró la Presidenta hace pocos días). Esa oposición entre obras y razones se sostiene en un supuesto inaceptable e incorrecto: las leyes y los procedimientos deben ser invalidados cuando se interponen a la voluntad del gobernante. De aquí deriva otro desvarío: toda institución debe resignar su autonomía frente a los imperativos del poder administrador. Desde los tribunales hasta el Banco Central deben subordinarse, se sostiene, a "la política".
Este modo de pensar, que corroe las formas republicanas, es censurable aun en los casos en que "la política" cuenta con la legitimidad electoral. Pero se vuelve patético cuando los deseos a los que pretende dar vía libre han perdido el respaldo de la voluntad popular.
La supuesta contradicción entre la capacidad de acción del Ejecutivo -que se ufana de buscar "la felicidad del pueblo", como sostiene el discurso oficial- y las obstrucciones de los demás poderes de la Constitución incurre también en un error práctico. El incumplimiento de la ley, el personalismo, el imperio de la voluntad del que gobierna por sobre los procedimientos, la confusión del Estado con el gobierno, el partido y el caudillo son refractarios a cualquier corriente de inversión. El populismo insiste en ignorar el vínculo que existe entre seguridad jurídica y progreso socioeconómico, a pesar de que la relación entre ambos fenómenos sea muy evidente. Lo demuestra la estrepitosa caída en los niveles de inversión de un país en el que lo poco que queda por inaugurar son piletas populares.
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